Ayer recorrí las calles (no peatonales) de una ciudad que creí censurada. Quisiera haber ido personalmente, pero alguien me convenció de no hacerlo, de guardar el recuerdo intacto en mis retinas. Pero anoche, guiada por un impulso desobediente, avancé píxel a píxel por sus calzadas... y descubrí que no había cambiado tanto. En mis recuerdos el suelo no estaba mojado, aunque fuera así la mayor parte de las veces. Rememorando caminos, librerías, paradas de autobús, coctelerías, tiendas de alfombras. Sí, había alguien sentado en ese banco. Las distancias parecían más cortas cuando se avanza a grandes zancadas que "haciendo clic".
Ayer ella me contaba que se sintió extraña entre su gente. En esta etapa dinámica en que, recíprocamente, no nos dejan de sorprender los "gracias por acordarte" que son casi un "gracias por existir", era una forma de decirme que me había echado de menos. Yo también a ella(s). Supongo que ahora valoro más esos detalles, inadvertidos en medio del bullicio de la cafetería. Invisibles, casi clandestinos, cómplices. O quizá, simplemente, la gente comienza a ser adulta, cuando todos son extraños para todos, y nosotras nos aferramos atrás...
Ayer quise sentirme viva. Me dejé golpear por la nostalgia de lo viejo, pero que no ha cambiado, y que siempre formará parte de mí. Y me atropelló el tren de lo nuevo, colágeno para las grietas. Me gusta ser dicotómica, porque no es sencillo.
Ayer...